La Barbie original

“Smile Barbie” by Valerie Everett, used under CC BY-SA 2.0.

Barbie angelical, Barbie gimnasta, Barbie sirena, Barbie bailarina, Barbies que no recuerdo qué eran o qué función tenían, pero sí sé que hubo varias barbies en mi vida, y de las buenas. Creo que tuve unas siete barbies originales, de esas con cuerpo de goma dura típicas de los 90s. Eran todas originales de la marca gringa, rubias y con accesorios de marca. El Mundo Barbie me encantaba, me trastornaba, pero creo que en el fondo no solo era por la belleza de las muñecas, sino por la posibilidad de historias que podía inventar con ellas, la cantidad de veces que podía cambiarles o intercambiarles la ropa entre ellas, y también un poco porque mi madre incentivó esta idea de que jugar con Barbies me haría feliz, sobre todo porque eran barbies originales.  

Me crié en una familia de clase media y si bien mis padres siempre “estaban cortos de dinero”, hicieron hasta lo imposible por darnos una infancia de calidad, aspecto que no solo fue en lo educativo y sano del ambiente en que nos criamos mi hermano y yo, sino que también lo fue en los juguetes. Había algo, sobre todo para mi madre, que tenía que ver con que yo tuviera las barbies que ella nunca pudo tener. Una mezcla entre esfuerzo, ilusión y deudas finalmente le permitieron comprarme no solo Barbies originales, sino que también accesorios de Barbie.

Tuve el camping de Barbie, una cocina de Barbie y dos oficinas para jugar, todo equipado con piezas de miniatura. Me perdía en ese mundo rosa miniatura de Barbie en el que mi hermano y yo jugábamos por horas. Metíamos autos, trenes, hasta dos Ken tuvimos. Al final las barbies no eran restringidas a mí, mi hermano también jugaba con ellas, pese a que los Ken eran de él y las Barbies eran mías. Azul para él, rosado para mí. Mickey para él, Minie para mí. Pero pese a la heteronormatividad en la que crecimos, nunca se nos criticó jugar con los juguetes del otro, hacerles ropa juntos, jugar con autos yo y con barbies él. Creo que eso marcó la infancia de ambos de una manera no tan normada, más bien, libre dentro de las reglas clásicas de lo que era para hombre y para mujer.

Así, la Barbie gringa original me enseñó que “MADE IN CHINA” significaba ‘hecho en China’, que había chasquillas extremadamente perfectas y que los muñecos no tenían genitales. También me parecía extraño que estuviera inclinada, Barbie siempre estuvo de puntitas, algo que me resultaba raro, pero pensaba “bueno, si no anda de puntitas no le entran los zapatos que trae”.

Barbie me adoctrinó en lo físico, en lo positivo del rubio, en lo bonito del pelo largo, en lo bien que estaba tener ojos azules y la sonrisa perfecta. Tanto así que hubo un tiempo en que cuando me dibujaba a mi misma me dibujaba rubia, algo totalmente contrario a mi anatomía morena y de pelo oscuro, pero tenía 6 años, obviamente el Mundo Barbie había entrado en mí fuertemente. A veces me vestía y jugaba a vestir parecido a mí a la barbie de turno. A ratos las barbies se llenaban de polvo porque yo jugaba con otra cosa. Pero sin duda lo que más me gustó de Barbie eran sus accesorios. La miniatura fue lo mío, sin duda.

Disfruté muchísimo haciendo camping, estando en la oficina, cocinando, sacando cosas del refrigerador. De hecho, sin saber que en un futuro viviría en Estados Unidos, he podido identificar marcas de alimentos gringos que llenaban el refrigerador de mis Barbies en los albores de los 90’. Los congelados “McCain”, el pan de molde “Wonder Bread”, y así con aderezos, marcas de helados y cereales fui armando un pequeño mundo desconocido que a mis 29 años recién tomó sentido.

La Barbie no-original

Ahora bien, una no-barbie-original también llegó a mi vida, y pese a lo diferente que era en calidad, dejó también una marca en mí porque esta hablaba. Generalmente las Barbies originales no hablaban, pero las piratas sí. Me la regalaron en el colegio, para una navidad. Todas las niñas recibimos una barbie-no-barbie y la verdad es que a mí me encantó de todos modos. Era más pelada que la Barbie real, tenía como corridas de pelo, era más liviana y tiesa, tenía una ropa más fea, y era más frentona. Pero a cambio tenía esta facultad de hablar que me trastornó. La hice sonar hasta el infinito porque quería descifrar qué mierda era lo que decía. Eran tres sonidos y el primero solo lograba identificar que era una pregunta, algo así como “¿Dónde…”, el segundo “¡te quiero un montón!”, el tercero “¿hacemos una fiesta?”.

“¿Dónde …” [aprieta botón] “¡te quiero un montón!” [aprieta botón] “¿hacemos una fiesta?”.

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“¿Dónde …” [aprieta botón] “¡te quiero un montón!” [aprieta botón] “¿hacemos una fiesta?”.

“¿Dónde …” [aprieta botón] “¡te quiero un montón!” [aprieta botón] “¿hacemos una fiesta?”.

Así sonó, infinitas veces. Recuerdo que un día que íbamos de viaje mi abuelo dijo “A ver… creo que vamos a tener que guardar la muñeca un ratito, porque se tiene que ir a dormir”.

 

Después de pensar todo esto, de adulta digo: ¡Woow! Barbies caucásicas hechas en China, Barbies reformistas que querían trabajar ya no solo ser madres, Barbies que se alimentaban pésimo de puros procesados o haciendo barbecue, Barbies que querían pasarlo bien queriendo ser lo que querían ser y barbies no originales que siempre querían ir de fiesta fueron parte de mi crianza. No temo en decir que el rosado fue mi color y si bien todo esto se trató de un escenario que yo no preparé para mí misma, no todo salió tan mal.

Autorxs

Foto de Natalia Villarroel.
Perfil | Publicaciones

Natalia Villarroel Torres (ella/she/her) es estudiante de doctorado en el Programa Latin American, Iberian, and Latino Cultures en la City University of New York (CUNY). Obtuvo su licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica y su Máster en Lingüística en la Universidad de Chile entre 2011 y 2018. En 2019 Natalia completó un certificado en Educación Superior y Didáctica en la Universidad Central de Chile, mismo lugar en el que impartió cursos relacionados con educación, lenguaje y alfabetización desde enfoques sociolingüísticos.