Las voces de Barbie

Como quien llega tarde a la fiesta, luego de la avalancha de rosa, el consumo de los hashtag, y la posible infoxicación sobre el tema, una amiga y yo nos decidimos a ver Barbie, la película. 

Admito que de niña jugaba muchísimo con barbies. Admitir es una elección léxica particular, y no es gratuita: algo así como “admitir un crimen”: la culpa de haber jugado con una muñeca a la que muchísimo puede criticársele desde perspectivas de género, de estéticas, clase, racismo, capacitismo, etc. Esa muñeca con que jugué de niña contribuyó, junto con muchos elementos culturales de donde crecí, a ideas que he trabajado en deconstruir. 

Las barbies expresaban formas de clasismo: tenías barbies “de verdad” (de marca) o imitaciones, tenías acceso a las que eran “bonitas” (de marca) o era claro que te faltaba acceso. Barbie, en aquella época era únicamente la blanca, las otras tenían otros nombres. La latina era Teresa, era algo claro en mi infancia: su color no era rosa, era morado. No había barbies con discapacidad, no había barbies que no fueran delgadas. Todo lo mismo pasaba con Ken.

Admito también tenerle a esas muñecas una cierta gratitud por haber sido un lugar para narrativas y creatividad. Con todas sus limitaciones, me ayudaba a sacar mi voz con su vida propia, y en esas historias participaban también mis amigas.

A diferencia de juegos como pretender tener un bebé, salón de belleza o “casita”… estas muñecas se centraban en imaginar una historia y rumiar posibilidades de esas mujeres como adultas, que eran distintas a las de las mujeres adultas en mi entorno. Les hacía ropa con mi mamá y sola: en mi tiempo libre yo crochetaba, y vendía esos diseños en mi escuela (en todo caso, era casi imposible encontrar ropa para barbie en ese lugar donde crecí). 

Dicho todo esto, ver la película de Barbie me preocupaba un poco: ¿qué narrativa y voz le pondrían a la muñeca con la que tanto jugué? No quería que esa voz de la película se convirtiera en la voz oficial de esa muñeca, que manchara los recuerdos de esa relación tan íntima (incluso si tenía hasta sus propias violencias). Había algo en ver la película que implicaba acceder a esa relación, supongo. 

Ya en la película, me llamó la atención que esta idea previa de las voces de las barbies hiciera tanto coro con el inicio, donde con el tono de “La loca historia del mundo: parte uno” (1891) de Mel Brooks, incluso la misma música, se cuenta la invención de una muñeca adulta como una revolución frente al muñeco-bebé dependiente. 

Me pareció iluso que la barbie se crea, por sí misma, causante de una revolución total para las mujeres. Un síntoma del sistema que convierte las luchas en objetos de consumo, desde la barbie hasta la camiseta con mensaje feminista. La barbie de la película creyó que su sola existencia como objeto ya era suficiente para que nadie se preocupe. 

Es un poco absurdo que esa “liberación” de las mujeres era laboral y con la estructura de poder de Barbiland. Este es un sentimiento que a veces, como latinoamericana estudiando en Estados Unidos, siento en algunos espacios, donde pareciera que la lucha por la situación de las mujeres es solo un tema laboral y de acceso a puestos de poder. Mientras fechas como el 8M son básicamente inexistentes, y con mis amigas y compañeras extrañamos la fuerza del feminismo en América Latina. Así que entender un poco la película como esa expresión situada en EEUU tiene lógica. 

Y en el mundo de las barbies no hay ningún cuestionamiento abierto a la propia historia de las barbies con aspectos raciales, cuerpos no delgados, capacitismo, o respecto a “las descontinuadas”. En mucho, las barbies y personajes no blancxs son un símbolo (un token), una cuota. No hay ninguna barbie latina, ni siquiera una teresa -aunque sí las hubo en mi infancia-. Las latinas son la adolescente y su madre, del mundo real. 

Ese mundo es, además, adultocéntrico. Aunque hay niñes entre las barbies, no lxs hay en la película. Como si el mundo idealizado de Barbiland es solo para adultxs: ¿no podría haber Barbies que quieran la maternidad? La única relación con la niñez, en la película es la barbie embarazada, que se nos dice desde el inicio: “fue descontinuada”. En mi mundo y narrativas de niña, esxs niñxs (Kelly y Tommy) ni siquiera eran hijxs de una barbie específicamente, había un aspecto más comunitario en su existencia. ¿Quizá hasta formas de imaginar otras crianzas?

En el mundo de las barbies, la estética no se cuestiona. Todas las barbies tienen que ser lindas de una manera específica, de una cierta forma de belleza; y se aparta a la barbie “rara”. Al final de la película esa barbie ya no es igual de rara: se limpia las marcas de la cara y se cambia el pelo. Y, en medio de toda esa estética de belleza, aunque se deja a la barbie “estar mal” al darse cuenta de que el patriarcado se está instalando en Barbiland, los chistes sobre la barbie deprimida reproducen un número de estereotipos contra la salud mental. 

En términos de los prejuicios que se esgrimen en el comercial de la barbie deprimida, se podría decir que el mundo de barbie –donde la deprimida solo existe cuando la barbie no tiene poder– también podría haber un capacitismo, especialmente cuando sabemos que existe la discapacidad psicosocial, que se crea cuando la sociedad no da espacio para la diversidad. Basta recordar que el problema de la película empieza porque pensamientos como el de la muerte o temas negativos no se pueden tener en el mundo ideal de las barbies, pues ponen el mundo entero en riesgo. En la vida real, las condiciones de salud mental son invisibles; mucha gente lucha y vive con ellas en silencio. 

Al final, la película me sirvió para revisitar esa voz de mis barbies y pensar cómo ha crecido y a dónde estoy ahora. Esa misma voz, la mía, me separa de la película, de sus silencios y sus supuestas soluciones a los conflictos.

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Silvia es estudiante del doctorado en Latin American, Iberian and Latino Cultures en The Graduate Center (CUNY). Cursó el certificado en Interactive Technology and Pedagogy en la misma institución. Tiene una Maestría en Lingüística y un Bachillerato en Filología Española, ambos por la Universidad de Costa Rica. También se dedica a la narrativa visual y la ilustración.